Nacional

Contra el carnaval en la nueva España

Carnaval: fiesta y máscara; oportunidad de hacer mil diabluras amparados en la protección e impunidad que da un antifaz o un disfraz. Eso era, en la Nueva España, ese periodo previo a los días de oración, ayuno y recogimiento que constituyen el camino hacia la Semana Santa. Se terminaba la Pascua, y, en el fondo de su corazón, muchos empezaban a esperar a que volvieran esos días trepidantes, donde las pasiones y las tentaciones afloraban, incomodando a las buenas conciencias del reino.

Porque el carnaval es fiesta y esparcimiento, pero también válvula de escape para las tensiones sociales. Probablemente, esa fue la razón que llevó al primer virrey de la Nueva España, don Antonio de Mendoza, a autorizar las fiestas del primer carnaval que hubo en el reino, en el muy lejano 1539.

Pero al paso de los años y los siglos, el carnaval en la ciudad de México se había convertido en una de esas actividades callejeras y masivas que empezaron a incomodar a los muy modernos reyes del siglo XVIII, porque se apoderaban de lo que hoy llamamos espacio urbano, y lo convertían en un espacio, si bien lleno de algarabía y diversos entretenimientos, que podría encenderse como barril de pólvora con cualquier nimiedad y acabar en pleito callejero, en el mejor de los casos, o en tumulto y zafarrancho, en el peor.

Porque, además, en las calles de la capital del reino había, permanentemente, una multitud compuesta por los más pobres, los más desharrapados de la ciudad: léperos, limosneros, lisiados y ciegos en permanente búsqueda de unas monedas que les permitieran sobrevivir. Aguadores que llevaban agua a las casas, cargadores que transportaban bultos, huacales y paquetes de un lado para otro y hasta los artesanos que teniendo talleres diminutos, preferían trabajar en la vía pública.